Uno de mis primeros
recuerdos es de cuando tenía unos 5 añitos.
Era en el pueblo de
Asturias donde me crié, muy cerca de Oviedo. Era tanto uno de los pueblos más feos de Asturias como
también de los más acogedores, agradables y seguros.
Tan seguro era que mis
amigos y yo nos criamos en la calle, corriendo o en bici de un lado para otro,
calle arriba y calle abajo, fue calle abajo cuando nos dio sed y decidimos
entrar en un bar a pedir un vaso de agua.
Olía a puro y a sidra,
el ambiente era lúgubre, ya se sabe que Asturias es difícil no verla gris, el
suelo estaba cubierto de serrín, las paredes eran de piedra, no ayudaban a
paliar la sensación de frío y humedad que tenía en el cuerpo, la iluminación creo
que eran luces de bombillas halógenas color amarillo-anaranjado, debían ser
pocas lámparas porque no recuerdo ninguna, solo tengo en la cabeza el color
sucio que no ayudaba a ver mejor.
Estaba lleno de señores
con el pelo gris y las manos amarillas.
Sin saber lo que era la
eutanasia, sin poder ponerlo en palabras, comprendí que existe un vacío legal y
que si estás enfermo de espíritu puedes ir a comprar muerte a 500 pesetas la
dosis.
Todo el mundo tosía, yo
tosía, aquel mal era contagioso. Había una densa nube de humo ya que entonces
se podía fumar en los bares.
Un hombre con voz de maraca
nos preguntó si íbamos a por una copa mientras reía y enseñaba sus dientes
negros.
- No señor, venimos a por un vaso de agua.-
Le contesté.
No sabría decir si aquello
le sentó bien o mal, si le hizo gracia o la inocencia de un niño le hizo ser
consciente de su decrepitud. Se puso muy serio y sin mirarnos contestó con
mucha seguridad:
- Los hombres de verdad no piden agua, si
quieres gustarle a una niña tienes que parecer un hombre, como yo.
Aquella sentencia me
entristeció muchísimo, yo no quería parecerme a ninguno de esos señores pero
también comprendía que gustarle a las niñas iba a ser muy importante en mi vida.
Nos bebimos corriendo
nuestros vasos de agua, dimos las gracias y nos fuimos de allí, quería salir de
allí.
No recuerdo lo que
hicimos después, han pasado casi 20 años, supongo que nos fuimos a jugar como
hacen los niños, ya habría tiempo de jugar a ser hombres, de saber lo que es
ser un hombre, de derribar los muros que aquel señor cimentó en mi cabeza
mientras hablaba a través del humo de su puro y su aliento a whisky, unos
cimientos de dientes negros.
Le doy las gracias a
ese señor porque todos nos criamos con un muro, a él le
debo que por más grande e imponente que se hiciese con los años, los cimientos se
han mantenido siempre débiles.
Solo un tortazo de
realidad bastó para que me asomase al abismo del que estaba separado y empezase
a soñar con volar.
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