miércoles, 3 de enero de 2018

Hombres

Uno de mis primeros recuerdos es de cuando tenía unos 5 añitos.
Era en el pueblo de Asturias donde me crié, muy cerca de Oviedo. Era tanto  uno de los pueblos más feos de Asturias como también de los más acogedores, agradables y seguros.
Tan seguro era que mis amigos y yo nos criamos en la calle, corriendo o en bici de un lado para otro, calle arriba y calle abajo, fue calle abajo cuando nos dio sed y decidimos entrar en un bar a pedir un vaso de agua.
Olía a puro y a sidra, el ambiente era lúgubre, ya se sabe que Asturias es difícil no verla gris, el suelo estaba cubierto de serrín, las paredes eran de piedra, no ayudaban a paliar la sensación de frío y humedad que tenía en el cuerpo, la iluminación creo que eran luces de bombillas halógenas color amarillo-anaranjado, debían ser pocas lámparas porque no recuerdo ninguna, solo tengo en la cabeza el color sucio que no ayudaba a ver mejor.
Estaba lleno de señores con el pelo gris y las manos amarillas.
Sin saber lo que era la eutanasia, sin poder ponerlo en palabras, comprendí que existe un vacío legal y que si estás enfermo de espíritu puedes ir a comprar muerte a 500 pesetas la dosis.
Todo el mundo tosía, yo tosía, aquel mal era contagioso. Había una densa nube de humo ya que entonces se podía fumar en los bares.
Un hombre con voz de maraca nos preguntó si íbamos a por una copa mientras reía y enseñaba sus dientes negros.
No señor, venimos a por un vaso de agua.- Le contesté.
No sabría decir si aquello le sentó bien o mal, si le hizo gracia o la inocencia de un niño le hizo ser consciente de su decrepitud. Se puso muy serio y sin mirarnos contestó con mucha seguridad:
Los hombres de verdad no piden agua, si quieres gustarle a una niña tienes que parecer un hombre, como yo.
Aquella sentencia me entristeció muchísimo, yo no quería parecerme a ninguno de esos señores pero también comprendía que gustarle a las niñas iba a ser muy importante en mi vida.
Nos bebimos corriendo nuestros vasos de agua, dimos las gracias y nos fuimos de allí, quería salir de allí.
No recuerdo lo que hicimos después, han pasado casi 20 años, supongo que nos fuimos a jugar como hacen los niños, ya habría tiempo de jugar a ser hombres, de saber lo que es ser un hombre, de derribar los muros que aquel señor cimentó en mi cabeza mientras hablaba a través del humo de su puro y su aliento a whisky, unos cimientos de dientes negros.
Le doy las gracias a ese señor porque todos nos criamos con un muro, a él le debo que por más grande e imponente que se hiciese con los años, los cimientos se han mantenido siempre débiles.
Solo un tortazo de realidad bastó para que me asomase al abismo del que estaba separado y empezase a soñar con volar.

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